-séptima temporada-

lunes, 28 de marzo de 2011

Intimidades, inquisición

Hoy me encontré con mi viejo ginecólogo en la clínica de consultorios externos. "¿Por qué ya no escribís más en tu blog?" me preguntó.

Yo le respondí: "No sé, estoy terminando la carrera, me colgué; tal vez porque sólo necesito tomarme un recreo, o por ahí se agotó la materia narrativa que puedan darme los personajes como voces, a nivel ideológico casi se podría decir..."

-Claro, claro -me dijo él mientras se abanicaba con unos bonos de la obra social, y después me preguntó la razón por la cual yo no había vuelto a verlo (que era lo que temía que pasara).
Yo estaba en la sala de espera buscando un minuto libre de la secretaria para sacar turno con mi nuevo ginecólogo. Eso generaba toda una situación incómoda que quería evitar porque no sé cómo se maneja esto del "cambio de contratación de servicios", digamos. A veces tengo que ir al supermercado de los chinos que queda en la cuadra siguiente al almacén donde compro siempre y con cuyo dueño hablo amistosamente del clima o de Fabián Rinaudo. Yo siempre le compro al almacén pero, cuando quiero uva moscatel, no hay tutía, la de los chinos no falla, tengo que ir al supermercado. Pero qué le voy a andar explicando al almacenero tan querible por qué en esa oportunidad no le compro a él (¿será el hollejo de sus uvas lo suficientemente grueso como para que el señor alcance a deglutir una autocrítica?). Me he visto obligada a dar la vuelta manzana y cuatriplicar el recorrido con tal de no enfrentar (que me vea pasar por la vereda de enfrente cargando la bolsa estampada con el dragón rojo sólo fermentaría el bochorno) la situación. He llegado a camuflar más de un vívere entre el ciprés podadito del jardín delantero de una vecina para recién después entrar al almacén, porque no, no da caer al negocio con la bolsa del delito, oriental traición. No sé cómo resuelven esto ustedes en sus barrios...

Y la verdad es que me dio la misma vergüenza cuando el Dr. Humbert me hizo esa pregunta, y creo que hasta un poco de pena también cuando comprobé la inmaculada prolijidad de su blanco uniforme, era como verlo fregando el guardapolvo en esas tablas de madera con el pan de jabón, arruinándose las manos ¿para qué? ¿para que yo lo traicione y sin aviso cambie de profesional? Quizá la causa de que nuestra relación médico-paciente no haya florecido tenga que ver con la falta de tiempo para desarrollar un vínculo de confianza sólido, mediante el cual el diálogo clínico podría arrojar más luz sobre potenciales diagnosis. Que hubiese intentado abusar de mí ("attempted to molest me" sería una acusación más exacta) también debe haber influido.

Por suerte él fue el que dio pie para cortar la charla:
-¿Por qué no probar con una propuesta más realista y al mismo tiempo introspectiva? Volver a la tradición del diario íntimo... ¿Has leído a Mouriauge? -concluyó la pregunta dibujando con el índice sobre mis pechos un signo de interrogación que remató con la presión de la yema de su dedo en mi pezón izquierdo, como puntuando el signo o apretando un botón.
Encontré ambas cosas de pésimo gusto:
-Mouriauge es un producto de la ficción basura. El pacto de lectura más rudimentario que se puede proponer, el de la reality-TV.

Como si hubiera previsto mi pueril arrebato de indignación estética, el Dr. Humbert extrajo una muestra gratis de anticonceptivos del bolsillo de su guardapolvo. La punta ensangrentada de un guante de látex se asomó y, después de agarrar la cajita, hice como que metía rápido la cabeza en una nota periodística sobre la enfermedad terminal del caballo de polo de un nieto de Mirtha Legrand.

Con el rabillo del ojo lo vi desaparecer tras una puerta vaivén de acceso restringido.

En la revista, que seguí leyendo hasta que la secretaria se desocupó y me tomó el pedido de turno, también había un artículo sobre un autor de teatro de revista y varieté que hace mucho que no produce nada. "Mi nueva novia me está ayudando a superar el síndrome de la página en blanco" era el título proyectado sobre la foto a dos páginas de él en un jacuzzi junto a una chica muy linda y joven. Entonces se me ocurrió que es eso lo que tengo yo: el síndrome de la página en blanco.

Mientras salía de la clínica con la cabeza gacha procurando no pisar la línea que separaba cada uno de los pálidos azulejos, escuché como un susurro: Conchita, conchita mía.
No me atreví a levantar la cabeza.

Después no pasó nada más. Simplemente quise continuar el texto para que no termine en esa frase, que es como Mouriauge lo hubiese terminado.

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